La sangre me mostró
Todo comenzó con un árbol y un niño.
Él permitía al viento nadar entre sus hojas. A
la luz reflejarse en su piel. Eran uno,
siempre lo serían.
Sucedía cada octavo día. El amanecer marcaba la
diferencia entre la felicidad y
la tristeza. El calor era distinto cuando lo sentía
sufrir. Al final, se formó. Una pequeña
figura crecía conforme se acercaba y abandonaba
el principio de la montaña.
Llegó a tocarlo, a poder sentir su cuerpo:
abstracto y seco.
El día transcurría velozmente. Se recostó junto
a sus raíces y comenzó a sangrar.
Se aferró al suelo y gritó. Exclamaba su
nombre. El eco rebotaba en el espacio,
en el infinito universo. La sangre, atraída por
la fuerza de la Tierra, nutría el árbol.
Lo llenaba de vida, de pureza. Se estaba
marcando la diferencia entre su mal y su bien.
Todo moría y renacía. Su culpa, sus miedos, su
dolor.
Mientras la hierba crecía alrededor, se
observaban. Él era perfecto. Su cuerpo,
modificado por los años, no perdía aquel tono café
de sus ojos, el cabello opaco,
la piel brillante y, sobretodo, su sonrisa. La
respuesta a su unión. Le parecía algo brillante
poder terminar con la agonía de un ser humano
tan hermoso. Poder hacerlo feliz.
Sus ramas volvieron a secarse después de ocho
días. No regresaba. No estaba,
desapareció. No murió, lo hubiera sentido. Pero
no podía percibirlo. La suma de tiempo
secó el resto de la montaña.
“Regresa, regresa a mí, por favor.” Pensó.
Regresó, pero sin culpa, miedo o dolor. Solo
quería despedirse.
— Te debo esto. Te lo llevaste todo y me
permitiste hacerlo. Amar. Sentir. Ahora te
pagaré. Lo haré viviendo. Por los dos. Déjame
ir. Hazlo ahora, así, no volveremos a ver.
Lo besó. Se fue.
El último día lo marcó un viejo. Recorrió cada
lugar del bosque muerto hasta
encontrarlo. Entonces se dejó caer y sangró.
André Vélez Montiel.